Al encuentro con el Caribe panameño


Y así cayo la tarde, viendo como el sol era tragado por un océano necesitado de su luz. En ese momento me despedía de esa tierra calurosa y magnifica a la que pienso volver tan pronto como pueda, ahí en las Ruinas de Portobelo, en la vía hacia Colon, en Panamá.

Isla Mamey me dejó mojar los pies en sus aguas clarísimas y templadas, me dejó nadar y ver el encuentro de las mareas, el viento soplando a todos lados, los peces plateados, las algas marinas. Ese día me despedía del Caribe panameño con la promesa de retornar y seguir bañándome con su permiso en esas deliciosas aguas, con careta y snorkel pude disfrutar de la fauna local, de nadar por los caminos ya marcados por las algas.

Para llegar hay que pasar por Portobelo, llegar a la Guaira, tomar una lancha que en esta oportunidad la conducía un chico que tendría unos catorce años, muy lindo, muy simpático, se dejó tomar fotos y me contó que vivía con su mama y que tenia tres hermanos menores por eso tenia que trabajar; me dejé encantar por su nobleza y por la calidez de su sonrisa, no importa cuanto tuviera que trabajar estaba en la mar eso lo hacia todo mas fácil, estuve de acuerdo con él.


De este lugar guardo el ruido del mar, las olas rompiendo detrás de la isla, el contraste de los diferentes azules en las profundidades de casi blanco a turquesa a azul oscuro, la casa en ruinas y las flores rojas creciendo en el medio de ese paisaje agreste.  Hay manglares en el costado derecho de la isla y unos caneyes para dejar los bolsos, sentarse a comer y refugiarse del sol. La brisa deleita, el paisaje envuelve, el color del mar hipnotiza, la temperatura del agua es perfecta.

Al regresar a península, me despedí del chico de la lancha, bendiciones y sonrisas volaron. Tomamos camino de vuelta a Ciudad de Panamá no sin antes parar en las ruinas de Portobelo, donde admirando esa geografía única, esa entrada de barcos, esa que otrora fuera escondite de piratas, puerto español y ahora piedras con forma de fortaleza olvidada, vimos el atardecer fundirse en el horizonte, donde las nubes me guiñaron un ojo en forma de “hasta luego… te esperamos pronto”


Al pasar por el pueblo de Portobelo paramos a comer, pescado por supuesto, servido con tostones y ensalada, preparado solo con sal, esa carne tierna y suave que se deshacía al picarla. Con limonada para el calor, con el siempre presente olor del mar, con la interacción con ese pueblo que vibra, que late, que brilla y está lleno de colores que invitan a la fiesta, al baile, a la alegría.

Panamá siempre está en mi corazón, siempre en mi recuerdo y en mis añoranzas. Siempre presente porque allí están mis amigos, mis compañeros de trabajo y dejé en el aeropuerto mis ganas infinitas de volver para quedarme mucho más tiempo. Al viajero que se anime a visitar este hermoso país con dos costas, queda cordialmente invitado a pasar por Portobelo, a degustar esas deliciosas comidas, a bailar en la calle con su gente, a admirar el mar y el atardecer, a bañarse en esas playas benditas, a hacer snorkeling con los pecesitos plateados, a extasiarse con ese milagro llamado Caribe.

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