Curaçao


Me senté en la arena y me pregunté si el cielo y el sol estaban al tanto de lo que pasaba ahí en ese preciso instante, en ese momento cumbre de determinaciones en el que el mar llegaba tímidamente a la orilla y le pedía que se llevara lo malo y solo trajera cosas buenas. Me preguntaba si la lluvia nada tímida que caía ese día estaba ausente o presente en cada pensamiento que volaba, en cada paso que daba, en cada suspiro que siempre genera estar ante la imponente belleza natural de los paisajes.

Me encantó Curaçao, la gente habla lo que uno le pida; español, inglés, papiamento actual y venden hasta la arena del mar si uno los deja. Es un bullicio de mercado si te sales de la zona turística comercial y te zambulles en el día a día de esta divina gente que sonríe gratis y que abraza al viajero con sabor y olor de hogar. Es sencillo, dista de su vecina Aruba con la línea elegante de hoteles y el terminal de autobuses, aquí hay que hablar con el señor de la camioneta que cobra dos florines y te lleva a la playa y si le das la hora de regreso te va a buscar.

Al llegar, donde esta la entrada de barcos hay casitas típicas holandesas pintadas de diferentes colores alineadas a manera de bienvenida, hay un puente peatonal de madera que se abre cuando entran los cruceros y barcos mas pequeños y al cruzarlo ya llegas al área comercial y es todo un paraíso para quien quiera comprar y comerciar con perfumes, compras todo lo que quieras por buen precio. Que contraste con el punto estratégico que fuera Curaçao en la época independista en la que fue refugio de Simón Bolívar, Luis Brion y Francisco de Miranda.

El cielo invitaba a ir a la playa, las nubes estaban ausentes, el mercado olía a pescado recién sacado del mar y yo quería conocer el núcleo del pueblo, el corazón que late en esa isla que sólo conocía como centro de turismo y de abastecimiento de combustible del Caribe, quería saber que había mas allá de las fachadas holandesas y los perfumes, que vibra tiene el tambor del baile heredado del esclavo, a que sabe la comida hecha en casa, el diario vivir de un pueblo que late en el sur del Caribe y no se sabe mucho de él.

Entramos en una farmacia a comprar cosas y la mujer nos hablo en un español muy gracioso, aprendido de los mismos viajeros y fue ahí donde supimos a quien contactar para que nos llevara al mar, cuanto costaba el transporte y como funcionaba esta dinámica de lleva y trae.

Unas inesperadas nubes cubrieron al astro rey y llegando a la playa comenzó a llover, sin timidez, sin vergüenza, esas lluvias levanta calor que sólo generan humedad, igual logré tocar la arena y pensé si el mar y el cielo estarían conectados con las realidades que acontecían en ese momento en cualquier parte del mundo, pedí de todo corazón que una realidad especifica cambiara y disfruté de la vista, porque aún con lluvia lo que estaba viendo era hermoso.

De vuelta a ese corazón curazaleño dejó de llover, el hambre apremiaba  nos retiramos a comer dejando atrás a ese pueblo latiendo en su cotidianidad y rencontrándonos con las casitas holandesas de colores y la vista de los barcos atracados en el puerto y entrada de la isla.

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