Pasando fronteras en tren


Las rueditas de la maleta chocaban contra las piedras de la calle y me angustiaba que eso despertara a la gente, eran las cinco de la mañana y el metro estaba abriendo en ese momento. Debía llegar a la estación, tomar el tren a París y volar diez horas. Necesitaba dormir. Aun así me fije que el cielo estaba estrellado y despejado, me quede con las ganas de disfrutar Bruselas un ratico más.

Se me hizo una ciudad encantadora, casi no la recordaba de la primera vez y la verdad no tuve mucha oportunidad de darle una vuelta porque había demasiadas cosas que hacer, demasiado trabajo pendiente. Pero lo poco que caminé, lo poco que vi, lo mucho que comí, todo me pareció envolvente, de esas fascinaciones bizarras de un lugar que se ve de noche y se ve genial.

En efecto, llegué finalmente después de muchas horas de vuelo y policías en los aeropuertos al atardecer de un jueves que para mi sorpresa me recibió con unos fantásticos y amables veinte grados a finales de septiembre, una calle empedrada llena de arboles y restaurantes con luces, una brisa divina casi rayando en el frió  ese olor particular de las ciudades de Europa entre añejo y cautivador, un cielo mágico, una cerveza añorada y esperada, una impersonal habitación de hotel y solo 5 horas para dormir porque debía partir al día siguiente. 


Caminé como autómata por las calles apagadas de Bruselas haciendo mucho ruido con mi maleta hasta llegar al metro, ahí agradecí el silencio y espero que no me hayan odiado por eso, pido disculpas a todos los que pudieron estar afectados por el repiqueteo de las ruedas sobre las piedras. Entré al metro, tomé el vagón, llegué a la estación, me dieron el ticket del tren y comenzó el viaje a París con un cruce de frontera que pasó inadvertido para muchos porque no hubo el tan odiado y temido control de pasaportes, ni ninguna revisión, ni cambio abrupto de gente o de paisaje, fue tan pacifico y la tendencia de la perspectiva visual tan hermosa.

El paisaje era muy simpático, las casitas hechas de adoquines y sus chimeneas humeantes, todo un vistazo a cualquier historia de las campiñas de Alejandro Dumas, el pasto era verde armonía y contrastaba perfecto con los colores del amanecer, la vida se estaba despertando ese día mientras iba pasando por ahí y me perdí en esa tranquilidad, me dejé conquistar por ese cielo en calma, por ese verde en movimiento, por esas casas cálidas llenas de sencillez, soñé despierta. La frontera pasó en un cruce de rieles y media hora después estaba en París despertando de ese sueño lleno de calma, brisa del campo y verdes praderas.

La voz del parlante del tren me avisó que estábamos ya en Charles de Gaulle, mi tercera vez en París, solo que esta vez no me movería del aeropuerto además nunca me ha gustado mucho París. Siempre digo que le daré otra oportunidad a ver si me enamora de una vez por todas, pero no se ha concretado, alguna vez será.

Ese aeropuerto, esa masa caótica de gente, mil controles de seguridad donde para variar me quitaron la crema del cabello, nunca tengo suerte, seguí a mi puerta de embarque, conecté el móvil que iba descargado, y esperé pacientemente a que me tocara montarme en el avión. De ahí diez horas más de vuelta a América pensando en las fronteras geográficas y en las murallas que nos construimos nosotros mismos, con la promesa de volver a Bruselas a disfrutarla de verdad y convencida de que todo es posible.


Johana Milá de la Roca Cabrera.

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