La cotidianidad desde las alturas

Cada día, como si fuera un acto rutinario más, al tomar el autobús para ir a la oficina me topo con las mismas caras, los mismos buenos días, las ausentes sonrisas opacadas por el sueño demoledor de un día cualquiera a las seis y media de la mañana.

Desde la altura de los asientos traseros de las unidades del Metrobus se observa, se siente, se escucha esa sinfonía mañanera del tráfico galopante, de la gente buscando embarcar en algún transporte que los lleve a su lugar de labores, un ruido en masa acompasado por pitos de fiscales, ringtones de celulares, cornetas de carros y buses, guacharacas, ronquidos, conversas y una que otra risa, que parafraseando a Libertad la amiga de Mafalda, desentona.

Como todos los días son imposiblemente iguales, la gente repetida y la puntualidad inexacta de un servicio, que a pesar de las vicisitudes, es muy bueno, se ve el ir y venir de una ciudad pujante, de un pueblo que pareciera no tener mucha historia, que no la arrastra, más bien la escribe en un día a día colmado de smog, que se acostumbra rápido y conformemente a las desavenencias y que en su polaridad olvida lo sencillo y toma rumbos complicados.

Aún así, es un viaje lleno de maravillas, de vías que se creen conocidas. Es mi particular reencuentro con una ciudad a la que creo mía, a la que he sentido perdida y la he reencontrado varias veces, re enamorándome del camino, de la gente, de las salidas de sol, de esa silueta en dimensiones que desprende el Ávila, de ese ruido que hacen las guacharacas al caer la tarde, que no se entiende, que dejó de ser, hace mucho rato, para la mayoría de las personas, una melodía; ese sonido es la conexión con la humanización que tan ausente está de las vueltas autómatas y llenas de temor de los habitantes de esta convulsionada ciudad.

Desde las alturas de la parte posterior de las unidades de Metrobús, veo pasar un pedazo de mis mañanas, un inicio de día muy peculiar, una pelea constante con el sueño y con las personas que no quieren ceder sus espacios a la tercera edad, a las embarazadas o discapacitados, un despuntar del sol que a pesar de las diferentes realidades aparece cada mañana con la puntualidad inglesa de la carecen los conductores de esos autobuses, de ese cielo noble que observa el caos y se resigna brindando espectáculo para generar sonrisas. Desde esas alturas me rencuentro con mi ciudad, la disfruto, la amo y rezo para que su realidad sea menos dura.

Johana Milá de la Roca C.



Comentarios

Entradas populares