Erase una vez en el techo de La Pedrera

Nada más llegar, dejar que la luz inundara mis pupilas y encontrarme con esa maravilla de la arquitectura, con la sublime idea de un patio de juegos para niños, con escaleras, torres, claridad y oscuridad, guardianes y malhechores. Los techos de los demás edificios quedan opacados ante tanta creatividad, la calle se ve distante y larga desde ahí, se vislumbra el Passeig de Gracia en todo su esplendor, pero eso no es importante. Las subidas y bajadas, la cerámica troceada, es como un ajedrez muy divertido.

Barcelona es una ciudad a la que se le debe tratar con detalle, tiene tantas cosas que ver, muchos espacios que recorrer, demasiado para mirar, disfrutar y degustar, sobre todo, mucho que aprender. Hay dos obras del genio Gaudí allí en el Paseo de Gracia, donde al en un extremo, llegando a Diagonal hay un palacio, del lado opuesto se llega a la Plaza de Catalunya y en el camino está la fuente que hace intersección con la Gran Vía de les Corts Catalans y no me he movido de la misma calle. Por eso, tanta delicia contenida en una sola ciudad debe ser detallada por maravilla vista o visitada.

Cuando llegué por primera vez a la Casa Milá, llamada cariñosamente La Pedrera, pedí por favor que no me cobraran entrada porque mi apellido es el mismo del señor que mando a construir el edificio, un poco de humor para empezar el día estaba bien. Pagué mi billete y trate de hacer el recorrido como indicaban los guías, pero... soy terrible siguiendo instrucciones. Sólo pasar a la antesala donde la luz hace su juego con los colores de las paredes ya me hipnotizó, me hechizó, me hizo repensar el prisma y apreciarlo infinitamente, no era creíble que los colores jugaran así con mis ojos, era tal el espectáculo que no deseaba moverme de ahí.

Hay dos entradas de luz importantes que vienen del techo y el juego visual que hace con los colores de las paredes es un concierto de ensueño. Subí las escaleras que llevan al techo pero me desvié para entrar en un ático, cuya estructura da la impresión de caminar por dentro de la boa que se comió al elefante en El Principito,  el techo con sus adoquines, las curvas, la silueta irregular que se infla y se desinfla a medida que se avanza. Me colé por una puerta abierta que conduce al techo del edificio y fue ahí, donde llegue a mi paraíso particular, a mi lugar favorito en Barcelona, compartido con Santa María de la Mar.

No sabía que hacer primero, si tomar fotos, respirar, admirar, correr o todo junto. Subí los primeros escalones mientras la vista se me perdía ahí en la cara de los guardianes, en las formas de las cruces en el encuentro con la oscuridad del malvado cubierto de botellas, bajé las escaleras y comenzó el juego, en esa pista curva, pasé por debajo de los puentes que hacen las figuras, ya estaba en el tablero de ajedrez, guardianes, reyes, reinas, peones. De cerca el resto de los techos, envidiosos de su condición plana e igual, cuadrada y perfecta, a lo lejos el perfil en construcción de la Sagrada Familia.

Los guardianes te miran, aprueban si pasas el umbral de luz, dan permiso y el techo de La Pedrera se abstrae de la cotidianidad, del ruido, del smog y se convierte en ese campo de juegos de niños, en esa ciudad sin fronteras donde absolutamente todo es posible, entonces el malo, el oscuro, el que está cubierto de botellas trata de huir, la cruz se levanta la falda hasta el tobillo, saca el pie, el malo tropieza y cae. Es desarmado, pero aun así lucha y se retuerce tratando de escapar de los guardianes, pero se lo llevan preso para que todos podamos vivir felices para siempre.


Johana Milá de la Roca C.

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