Galicia huele a magia
El día que conocí las ruinas celtas
de Santa Tecla, fue el mismo día que me subí a la barca en la mano de la Virgen
de la Roca y el mismo día que conocí la ciudad a la que llego Colón luego de
regresar de su primer viaje a América. El día que me enamoré, perdidamente, de
Galicia.
Estaba en Vigo de visita y por un
día, lleno de magia y paisajes increíbles, emprendí camino hacia Baiona, un
trayecto colmado de verde que pronto sería marrón y naranja en lo que se
estableciera el otoño, un bus llevándome a parajes que nunca había transitado,
una gente hermosa que me ayudó a llegar a los diferentes lugares que quería
visitar. Esa tierra tiene exceso de encanto, es como un misterio pendiente por
revelar, el color del mar es intenso y poderoso, huele a naturaleza, historia,
salitre y aceite de oliva.
Hay un lomita en la costa que
alberga un castillo medieval herencia de los Reyes Católicos, hoy convertida en
hotel, una fortaleza pétrea que se impone y avisa al navegante que ha llegado a
tierra, está decorado con escudos, armaduras y alfombras que evocan los tiempos
de doncellas y caballeros a su rescate, también tiene una carabela en la
orilla, réplica de La Pinta comandada por el genovés en su primera travesía
transatlántica. Las murallas que custodian el castillo estaban abiertas al
público y pasé a tomar fotos, a fantasear con la idea de damiselas e hidalgos,
y a esquivar gaviotas que estaban volando por todo el lugar y dejando su camino
marcado.
Empezaba el otoño arrastrando aún
vestigios del verano, el clima estaba delicioso las hojas de los árboles
luchaban para no perder su hermoso verde y finalmente caer. Era tiempo de
conocer, de darle la vuelta a este
pedacito de tierra española que, aún varios años después de haberla conocido,
la recuerdo con total amor. Tiene calles
empedradas y un aire literario, una avenida larga llena de comercios veraniegos
y tabernas que datan de hace trescientos años. Es un lugar de cuentos.
Alejándome de la playa para
adentrarme en los secretos gallegos me encontré con el monte Sansón y su Virgen
de la Roca, una sublime divinidad mariana hecha en granito y mármol que tiene
una barca en su mano izquierda y resulta el mirador más impresionante de toda
Baiona. La Virgen tiene escaleras por dentro en espiral y en las paredes
siguiendo la forma de caracol está escrito el Padre Nuestro, a medida que se
sube se va leyendo la oración, se sube rezando literalmente, hasta alcanzar la
barca. Una vez allí, pude ver la ciudad en toda su extensión, la admiré, la
adoré. La imagen de esta parte de Galicia con su azul e imponente visión del
Atlántico, ahí donde se respira el mar desde la montaña, es hasta ahora una de
vistas más hermosas que he tenido la oportunidad de presenciar.
El espectro es tan amplio, que
ese mismo día luego de bajar las escaleras en caracol, y salir del monte Sansón
con muchas fotografías para el recuerdo, llegué a Santa Tecla. Trazando un
camino sobre la historia, esa llena de magia, de misticismo, de natural y de
sobrenatural, en donde los celtas dejaron buena parte de sus conocimientos, de
sus creencias, de su forma de vida, y sus costumbres. Están alineados todas las
piedras, los árboles, los caminos, eran una sociedad organizada y fabulosa,
contaban con un espacio privilegiado y un mirador natural fantástico. Hay una
casa reconstruida para hacernos una idea de cómo vivían, de cómo se integraban,
qué comían y cómo lo cocinaban. Espacios circulares con paredes de piedra y
ventanas pequeñas, techos de paja y con poca distancia entre ellos. A pesar de
que la mano destructora del hombre ha hecho estragos en muchos lugares, que los
asentamientos celtas de Santa Tecla se conserven indica que hubo algo de
respeto por la historia que allí se vivió.
Ese mirador natural es un espacio
sublime, desde lo más alto de la montaña se puede observar un evento
fantástico, la desembocadura del Río Minho en el Atlántico, donde confluyen
armónicamente el agua dulce y la salada, es el espacio que separa a España de
Portugal, donde se admira la grandeza de la naturaleza, donde se siente el
latir de una tierra hermosa que cuenta en cada piedra, cada rama de árbol, cada
soplo de la brisa una historia que tiene miles de años contenida en ese lugar. En la misma montaña, al salir de las ruinas
celtas, hay un camino que lleva a una cruz católica de piedra y musgo enclavada
en la cima, ese paso estrecho que fusiona dos puntos de la historia, es el
mejor lugar para ver la unión del río con el mar, la visión es tan amplia, tan
limpia, tan delicada, que inspira mucha tranquilidad.
De regreso, después de haber
presenciado tanta belleza, de haber hablado con gente fabulosa, volví a la empedrada Baiona que con las luces
de la noche adquirió un tono dulce, de ciudad que abraza, de lugar de paz. Pasé
a encontrarme con unos amigos y fuimos a comer a una taberna medieval con
paredes de piedra, bancos y mesas de madera, barriles llenos de vino y un
profundo olor a ajo y aceite de oliva. Compartimos tapas de tortilla de patatas,
gambas, bacalao, olivas, jamón, variedad de mariscos, todo un festín culinario
lleno de sabor del Atlántico, hasta tuve que probar unas orejitas de cerdo, que
no las repetiría pero había que intentarlo. Probé vino de barril servido en
jarra y ensalada de cerdo con calamares, mariscos al ajillo y para cerrar pulpo
a la gallega.
A media noche tomé el bus de
retorno a Vigo, con el cansancio a cuestas y la sensación de haber pasado el
día metida en un libro. Galicia entera se me hace fantástica, esa tierra
entrañable y amada a la que siempre hay que volver, donde se consigue a alguien
con algo que contar y tiene ese olor perenne a aceite de oliva y a historia. Galicia
huele a magia.
Johana Milà de la Roca C.
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