Reencuentro con los orígenes
Llovía, como si las nubes
necesitaran drenar su tristeza y a veces su furia, llovía con pasión, con
ahínco. Había lodo por todo el camino, la llegada a la masía era complicada sin
caballos o carruajes y yo iba caminando, sorteando los charcos, tratando de no
caer o lastimarme, tenía por delante un largo viaje, de esos que cambian vidas,
que regalan perspectivas, que afianzan afectos, y deseaba hacer ese trayecto en
condiciones óptimas.
Estaba ya en el
camino principal de Lavern y debía caminar dos kilómetros o
más para llegar a la casa, me acompañaba a mi izquierda una formación rocosa
que le daba fuerza al apellido, por esa roca nos identificaban, y estaba a
punto de dejarla atrás, de no volver a verla más, a mi derecha un campo lleno
de viñedos, unas uvas verdes deliciosas que nos daban el mejor de los vinos.
Destilaba agua de mis cabellos, de esos pesados ropajes, de ese calzado
incómodo cuando finalmente alcancé la entrada de la casa, bordeé el muro de
piedra hacia mi derecha y accedí a la casa por la puerta principal, esa hermosa
e imponente puerta de roble y acero que tanto iba a extrañar. Debía terminar de
empacar, el carruaje salía hacia Barcelona a media noche y tenía la sensación
de estar huyendo de mi realidad, como prófuga de una historia que ya no era mía.
El equipaje estuvo
listo y tuve tiempo de recorrer una vez más esas estancias amplias, de nadar en
la nostalgia que aún no tenía pero que seguro sentiría, de disfrutar del color
de sus paredes, de amar con cada fibra ese espacio, de perderme en su luz
hermosa. Las razones de esta migración forzada no las terminaba de entender muy
bien, cosas de gente mayor, un manejo indebido de dinero, una mala
administración, un mal proceder y ahora debía dejar todo lo que componía mi
espacio y embarcarme en esta travesía a un nuevo mundo, un paisaje diferente,
un clima distinto, una fauna peculiar, con nuevas personas y acentos
diferentes.
La lluvia no paraba,
y los planes de viaje tampoco. En la medida que la gente corría y la histeria
se apoderaba de todas las personas en casa, yo seguía recorriendo las habitaciones,
las estancias, la enorme cocina y el balcón sobre la puerta principal, desde
allí guardé la vista más hermosa del pueblo y de las tierras de la masía que
pude haber tenido nunca, se fusionaba la lluvia con la vasta tierra mientras
que en el horizonte se avistaba un poco de cielo sin nubes, estaba cayendo la
tarde, llegaría pronto la hora de partir.
El carruaje estuvo en
punto a la media noche, el equipaje se desbordaba y la mixtura de sentimientos
se manifestaba, la tristeza por la huida, por dejar atrás lo que hasta hoy
había sido mi universo y la ansiedad por saber a dónde iba, qué era eso del
nuevo mundo y qué contenía ese desconocido lugar. Lloré, sola, en silencio para
no despertar angustias en el largo trayecto hasta el puerto, vi cómo se alejaba
la masía de mi alcance, como la oscuridad se iba tragando mi roca, mi orgullo y
mi vista de los viñedos, como mi nueva realidad se iba haciendo presente. Dormí
un pedazo del trayecto hasta que el olor a salitre me despertó, ya estaba en el
puerto de Barcelona.
Todavía me parece muy
confuso todo, tuve que tomar un bote para llegar al barco, los baúles del
equipaje se veían enormes en esas pobres barcas y una vez en la nave escuché
que pasaríamos dos meses en alta mar antes de finalmente llegar a nuestro
destino, también escuché que nos dirigíamos a las Américas y encontraríamos
puerto en el Mar Caribe, no tenía idea de donde quedaba ese lugar ni por qué
debíamos pasar sesenta días navegando para llegar, sólo esperaba de corazón que
valiera la pena mover la vida de continente.
En el barco me
acostumbré a la vida del mar, de la mar como decían los marineros, me levantaba
temprano y salía a ver el amanecer todos los días, ayudaba a la cocinera en las
labores, había mucho que ver, mucho que aprender, muchas estrellas que mirar,
muchos libros que leer, el olor de la sal me llenaba de nostalgia, me
transportaba al puerto de Barcelona, a casa. Los días de lluvia me daban mucho
miedo, en el medio del océano, con esas olas enormes, sin avistar tierras en
millas a la redonda, me sentía desprotegida a pesar de estar rodeada de mi
familia, de los marineros y de otros tantos viajeros que iban en busca de
nuevas oportunidades en aquellas tierras desconocidas.
Aprendí con los
marineros a leer el mapa del cielo, qué dirección marcaba cada estrella, los
nombres que tenían y qué les decía cada una, finalmente vi donde estaba la osa
mayor y la flecha del norte. Me gustaba el tacto rugoso de la madera del barco,
sus velas izadas, la forma en que el viento las inflaba, los laberintos que
tenía por dentro, la cantidad de historias que creaba mi mente a partir de esos
pasillos, me daba mucho miedo pasar cerca de los cañones, cualquier cosa que
fuera utilizada para hacer daño me causaba repulsión. Los marineros fueron muy
amables conmigo, aunque al principio eran muy hoscos, llegué a pensar que eran
piratas de esos de las historias de tesoros sumergidos en el mar y patas de
palo, pero con el pasar de los días se convirtieron en la familia que se
escoge, en amigos de verdad.
En el mismo barco
viajaban también mercaderes que habían recorrido el mundo, iban contando sus
historias de amores de puerto, de riquezas y desgracias de los lugares que
habían visitado, de las maravillas de la tierra a la que llegaríamos, de las
frutas frescas, la vegetación espesa, el color turquesa del mar, los
atardeceres de sueños, el cielo despejado, la deliciosa brisa del mar. Pasábamos
las noches sin luna hablando de corsarios y piratas, de galeones hundidos, de
monstruos del mar y de cantos de sirena,
de tentáculos de pulpos gigantes y la locura del mar en noches de luna
llena. Hay tanto que aprender del mar, tanto que contemplar, tanto que
agradecerle que dos meses no fueron suficientes. En mis años posteriores en la
tierra nueva, en la ciudad de Cumaná, iba todas las tardes a la orilla del mar
a mojar mis pies y darle las gracias por traer siempre cosas buenas.
Al entrar en la
cuenca del Mar Caribe, mis emociones se encontraron entre el miedo y la agitación
de estar cerca del nuevo hogar, se veía tierra a los lados, se sentía esa vibra
de lugar inexplorado, de verde intenso, de fauna exótica. Cuando llegamos al
puerto de Cumaná y desembarcamos, el calor no me dejaba respirar, me estaba
ahogando entre tanta ropa, me iba a desmayar. Acababa de llegar a mi nuevo
hogar, Venezuela, que significa pequeña Venecia, nombrada así por Alonso de Ojeda a razón de mofarse de unas casas indígenas construidas sobre la Laguna de Sinamaica.
Me costó mucho
acostumbrarme al calor y a la dinámica desenfadada de los habitantes de ese
lugar, pero estaba fascinada con el olor a guayaba y con la casa que teníamos
frente al mar. Era una época muy convulsionada por las gestas independentistas
para liberarse de España, a las que se sumaron mis tíos y dos de mis hermanos
mayores. He hablado poco de mi familia, sólo porque siento que debía contar
esto desde mi perspectiva, desde lo que mis ojos captaron, pero de mi núcleo
éramos mi mamá, mi papá, mis siete hermanos y yo. Dos hermanos de mi papá junto
con sus familias llegaron en otra embarcación un par de meses después.
La casa frente al mar
siempre me arrancará suspiros. En efecto, había todo un clima de lucha y guerra
por fuera, pero la casa era un remanso de paz, era ese espacio único donde la
cocina de mamá, la biblioteca de papá, los arboles de papaya y guayaba del
patio, el zaguán y esas ventanas largas, la fuente en el medio de la casa, los
corredores amplios, sus paredes blancas y su aura de tranquilidad la hacían mi
refugio, adoraba ese lugar, así como pasear por la orilla del mar y por el
castillo de San Antonio de la Eminencia, que construyeran los españoles
doscientos años atrás para protegerse de los piratas. Ya era parte de esa nueva
energía que adopté como mía, de ese lugar encantador lleno de magia marina, de
los atardeceres de los que tanto escuché cuando iba en el barco, me encantaba
ir al mercado y comprar verduras frescas, el olor de los mangos y del cilantro,
el embrujo del cacao y esa maravilla llamada café.
Me enamoré y me casé
con quien quise, no hubo imposiciones de ningún tipo, fui al extremo feliz con
mi vida, tuve hijos adorables que amaban tanto como yo esa tierra bendita y
envejecí a la orilla del mar comiendo cazón, tomando jugo de guayaba y llena
del amor de mi familia, lo que quedaba de Lavern era un recuerdo lejano en un delicado rincón de la memoria donde se
mantenía intacto el orgullo por mi origen, la imagen de la roca, la extensión
enorme de viñedos, la masía y esa vista que me regaló el cielo antes de irme,
desde el balcón sobre la puerta principal, que siempre estaría conmigo.
Morí en paz, rodeada
de mi gente, en la tranquilidad del hogar, con el olor del mar acompañando el
último aliento.
Doscientos años
después, con otro rostro, otras ropas, otro acento, pero el mismo apellido,
volví a Lavern, esta vez no
hubo barcos ni meses en alta mar, un avión y un tren fueron suficientes para
llegar. Llovía, y desde la estación del tren caminé con cuidadito
para que el reencuentro con los orígenes fuera suave, hermoso, tranquilo.
Pregunté al bajarme del vagón cómo llegar a la Masía Milà de la Roca, y me
explicaron que una vez en la vía principal del pueblo, cruzara a la izquierda
en el camino de tierra, la formación rocosa a un lado, los viñedos al otro lado
y los charcos de agua creados por los recientes chubascos me indicaron que iba
por el sitio correcto. Avisté la casa, la bordeé y la reconocí, en los
recuerdos grabados en la memoria del tiempo.
Toqué la puerta para
preguntar si podía entrar en la casa, me atendió un señor muy amable que me explicó
que esa era una pequeña oficina de la empresa que ahora manejaba los viñedos,
hacían vinos orgánicos, me sugirió que pasara por la puerta principal a preguntar
si por ese lado podía conocer la casa, así hice. La casa ahora funciona como
alojamiento rural y no pude pasar porque estaban llenos de huéspedes, pero me
indicaron que podía pasear por los jardines y tomar fotos a los campos llenos
de uvas.
Disfruté de los
paisajes, me llené de esa energía fabulosa, me imaginé las carretas, los
caballos y los ropajes pesados, pasé buena parte del día dando vuelta por esos
jardines, viendo el cielo despejarse y dejando colar la luz del sol sobre las
extensiones infinitas de viñedos. Me despedí de Lavern con la promesa de volver, llevándome ese retrato hermoso del pueblo, el
cielo plomizo, las uvas, la masía y el reencuentro con el lugar donde empezó la
historia de mi familia.
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